Cynthia Pech
“El
hombre es un diálogo interior”
Pascal
Pascal
“Escribir es una tarea infernal”, dijo Tomás
Segovia en una conferencia dictada en 1968[1]
y en la cual da su explicación sobre las vicisitudes que todo escritor enfrenta
a la hora de escribir. Para Segovia, el escritor ha de pasar por tres infiernos
a la hora de escribir: el social, el individual o psicológico y el de la
escritura misma. Infiernos todos que despliegan su propia luz al final del
túnel. Una luz tenue que transita entre
la satisfacción de reflexionar sobre lo que se escribe y el de poder decir todo aquello que suelen decir las palabras a
un lector (anónimo) para el que siempre se escribe. Porque como apunta Gadamer,
“leer es siempre hacer hablar algo”. Pero aún más, Segovia coloca a la obra
como “un intermediario de la relación social entre el escritor y el lector”. De
esta manera, en ese texto, Segovia desteje los hilos del oficio de escribir
desde sí, así como yo trato destejer los de mi propia interpretación.
Aunque sobre el ejercicio del escritor se ha dicho y escrito
mucho, me parece pertinente empezar con la frase de Segovia para encaminarme
hacia lo que para mí es la escritura: un juego de líneas que zurce la reflexión con el hecho comunicativo en el
acontecimiento creativo; creación o poiesis, según Aristóteles. Sin embargo, cabe señalar que no es mi
interés incursionar sólo porque sí a la cuestión productiva del hecho creativo
que es la escritura, sino para atisbar algunas ideas que me han surgido de la
lectura de una Clarice Lispector inundada de una mística creativa que lima la
reflexión como poética de la experiencia.
Ya María Zambrano hace notar que filosofía y poesía, más que
fronterizas, se funden para dar origen a
lo que llama razón poética, razón integradora que suponía la única razón
que podría ayudar a la filosofía a sortear sus propios baches. Ella
se preguntaba si “¿Filosofía es este esfuerzo solitario que nace de uno
mismo y termina en uno mismo?”[2]
Me parece que la misma pregunta, aún vigente,
se le puede hacer a la poesía, quien para muchos sólo es una forma de
lenguaje (es esta consideración, demasiado pragmática) o cuando más, la poesía
es un producto artístico, un arte serio pero también “el lugar intermedio, lo
no definido, y por tanto una incertidumbre (…) lo inaprensible, lo
escurridizo(…) expresión de aquello que el pensamiento no puede pensar”.[3]
Pero ojo, Clarice Lispector no escribe poesía tal cual los
cánones de los poetas. Lispector escribe, sí, aludiendo siempre a una poética
del lenguaje, que no es lo mismo, casi. Digo casi, si tomamos en cuenta que
poesía es tantas cosas como la memoria misma. Incluso, hay quien la considera
“un-no-lugar”[4]o
un “lugar in-extenso, que ya no da lugar a ningún otro”[5] Para mí la poesía, además de un género
literario, es palabra, es creación, acto
comunicativo, la voz desde dentro. En ese caso la entiendo como poética, a la
manera de Jakobson[6],
de cómo decimos las cosas, usando qué palabras. Aquí apelo a esa razón
poética que debe tener la filosofía a la que alude Zambrano, o mejor aún, una función lingüística que todo
acto comunicativo conlleva. Y como por azar del discurso empezado, llego al
punto de la palabra, del lenguaje como estructura básica del pensamiento y de
lo que hemos dicho que somos, del lenguaje que ordena las cosas para
explicarlas con palabras, con sonidos o sólo grafías. En fin, las palabras…
Palabras que Clarice Lispector alborota buscando un sentido
corpóreo que quiere “como poder coger
con la mano” y entonces, la palabra se torna lo imprescindible en su lenguaje y
del cual ella reflexiona constantemente, así como también lo convierte en medio
de introspección del “yo” como ser que está ahí, existiendo y al que pregunta
si “¿será demasiado horrible querer adentrarse en uno mismo hasta el límpido
yo?”; o si ¿debe enorgullecerse o menospreciarse por pertenecer al mundo?. Me
parece que quizá la escritura no la ejerce como respuesta pero sí como voluntad
de hurgar, de conocer, de preguntar
“¿dónde es yo?”. Pues como asentara en las primeras páginas de La
hora de la estrella (1977), “mientras tenga preguntas y no tenga respuestas
continuaré escribiendo, (ya que) pensar es un acto. Sentir es un hecho. Los dos
juntos son yo que escribo lo que estoy escribiendo”.
Las vicisitudes del
escritor, en este caso de la escritora,
y su paso por los infiernos a los cuales Segovia se refiere, Clarice Lispector
los expulsa dando gritos que se oyen “en la casa vacía” en la que siempre se
habita. Aún así, “el vacío tiene el valor de lo pleno y se asemeja a ello”. La
soledad se convierte entonces, en la habitante de ese yo que tiene miedo
de escribir pues representa el “peligro de hurgar en lo que está más oculto”
pero que escribe “por desesperación y cansancio”, “como si fuera a salvar la
vida de alguien” que, sin duda, es ella misma para quien “si no existiese la
novedad continua que es escribir, moriría simbólicamente todos los días”. El
“sí misma” es el rincón desde donde escribe y centra a sus personajes: mujeres,
animales diversos, niños(as) y ancianos(as), principalmente. Aunque el eco de
su pensamiento es el personaje omnipresente en todo lo que escribe, al cual se
dirige, el que interpela y en muchas ocasiones, desdibuja la trama. También, desde donde desgrana las
palabras y su sentido. Ya desde la publicación de Cerca del corazón salvaje,
en 1943, su primera novela, no sólo Clarice Lispector, abre una brecha
importante para las escritoras en el Brasil de esos años al ser reconocida como una escritora original dentro
del consabido mundo masculino, sino que establece su originalidad a partir del
monólogo interior y su visión de mujer. Muestra de ello son Aprendizaje o el
libro de los placeres (1969) y Un soplo de vida (1977). Su escritura
despliega, como constante de su literatura, la introspección a partir de la
conciencia de la propia soledad que es “desierto inestimable e infinito”,
también silencio, música, la vida misma. Vida en la que prevalece la conciencia
humana de la infelicidad que, paradoja, es donde mejor se “encuentra”. Sin
duda, la búsqueda permanente de doblegar la conciencia de la infelicidad
recorra también el deseo de “ser lo que
no se es” pues lo que se es, no es suficiente. Así, la búsqueda de una
explicación del ser, es esa eterna búsqueda de todos nosotros.
El monólogo interior es su recurso discursivo por
excelencia, desde donde surgen las preguntas que quieren obtener respuesta en
ese continuo juego abismal de locura, muerte y escritura. Pero la reflexión de
cada día se hace símbolo en sus narraciones como la poesía, dijera José Ángel
Valente, que está implicada en la
cotidianidad, que se ejerce como medio de conocimiento de la realidad y permite
la introspección de lo absoluto de la palabra y del sentido del ser. Iniciativa
que la filosofía igualmente suscribe. De manera que la continua afirmación de
la existencia del yo y los otros, la ventila la autora a través
de la introspección: el yo que se coloca como un simple pensamiento
ordenador de las cosas, que tiene la certeza de existir por la conciencia que
tiene de su estar en. Su visión es desde el yo como principio de
todo. Sin embargo, esta conciencia es el mecanismo para acceder al
(auto)conocimiento. Preguntas sobre la esencia del ser o cómo se construye el
conocimiento, forman parte de la historia de la filosofía. Es sobre este punto
del “yo” como centro referencial que la obra de Clarice Lispector se me revela.
Porque presiento, para ella, las cosas no están fuera de su existencia (como la
entiendo de Heidegger: ex –sistencia
como proyección hacia fuera y en donde no hay una justificación para la
existencia humana). Existencia es posibilidad: el ser ahí como necesidad
de hacerse continuamente. Por ello, me atrevo a decir que su escritura es
una poética de la experiencia.
*
Clarice Lispector, escritora de novela y cuento, nació en Ucrania en 1925. A
los pocos meses de edad se trasladó,
junto a su familia, a Brasil, país del que siempre se asumió. Murió en
1977. Otras de sus obras, además de las citadas aquí, son: Lazos de familia,
Felicidad Clandestina, Silencio,
La pasión según G.H. y El vía crucis del cuerpo.
[1] “El infierno de la literatura”, publicada en Ensayos
I (actitudes y contracorrientes). UAM. México, 1988, p. 195-217.
[2]
En Filosofía y poesía. FCE. México, 1996 (1939) p. 119.
[3]
ANDRÉS, Ramón, en “Lo que el pensamiento no puede pensar”. Revista Archipiélago,
n. 37, España, verano 1999. p. 70-71.
[4]
Como TALENS, Jenaro . En “Algo que no es
una poética”. Archipiélago, n. 37,
pp. 75-76.
[5]
Ver BARJA, Juan. “Lo abierto”. Idem. p. 78.
[6]
Para Jakobson la poética es una de las seis funciones de la lengua, del hecho
comunicativo, de la comunicación verbal y de “todas las variedades de
lenguaje”. Esta función tiende hacia el mensaje. Para Jabokson la lengua es un
arte verbal y se pregunta “¿Qué hace que un mensaje verbal sea una obra de
arte?”. Dice que al construir un mensaje, el constructor se ciñe sobre dos ejes
(paradigmáticos): el de la selección y
el de la combinación. En este caso, hay en el escritor, a la hora de escribir,
la tendencia a escoger las palabras que considera “adecuadas” y que las combina
con otras que también considera adecuadas. Por ejemplo, dice que ante la frase Ana
y María se nos revela el principio poético de la gradación silábica, es
decir, es más fácil construir la frase “Ana y María” que “María y Ana”.
(JAKOBSON, Roman. “Lingüística y poética”. Ensayos de Lingüística General.
Origen/Planeta. México, 1986, pp. 347-394.